CUENTO LA NAVIDAD Y LA SUEGRA

Otra mañana igual. Odiaba levantarme con tanta hambre y que cuando pusiera las tostadas en el tostador, éste hubiera decidido no funcionar. 

-Paco, paco, Pacooooooooooo –grité como una energúmena. 

-¿Qué pasa pisha? ¿Por qué me llamas con esa desesperación? ¿Es que tienes ganas de más…? –movió las cejas con cara pilluelo. 

-¡Qué coño más… ni leches! Lo que tengo es ganas de desayunar y esta maldita tostadora no funciona. ¿No dijiste que ya estaba arreglada? 

-Pos claro que sí, mi niña. Mira. 

Paco le dio tres golpes en la ranura por donde entraba el pan, bajó la palanca y no la soltó hasta pasados unos segundos, y la muy hija de fruta decidió quedarse quieta. ¡Y conmigo no se dejaba! Será… Ya, ya… ya sé que me había levantado con muy mal pie, pero es que hoy era Noche Buena y tenía mucho trabajo que hacer. 

Tenía que limpiar la casa de arriba abajo porque venían mis suegros y mi suegra era la típica que iba pasando el dedo por todos los muebles para pillar ¿esa mota de polvo que se acaba de posar al haber abierto un poquito la ventana para coger algo del balcón? ¡Esa! Pues esa gran hija de… su madre las cazaba al vuelo y, claro, ya te puedes después imaginar que venía: 

-Niña, a ver si pasamo un poquito el trapo el polvo que la casa no se limpia sola –soltará con ese deje andaluz de haberse tomado un rebujito antes de subir (léase con tono de muy mala leche). 

Sí, sí me había casado con un andaluz guasón, eso fue lo que me enamoró de él, la passshá de reí que me daba cuando hablaba el jodío.

–Uy, perdón. Ya me salió el acento malagueño. 

Yo, una madrileña de pro, gata, gatuna hasta las pestañas, tatatatataranieta de madrileños y que pa una vez que me voy a enamorar es de un malagueño con mucha guasa y también mucha vaguería; sin contar que con el pack me llevé a la suegra tocapelotas que con su gracia particular buscaba cualquier momento para malmeter y sabéis siempre contra quién, ¿no? Contra mí. Muy bien. Se ve que sois unos lectores listos. 

Por eso estaba de muy mala leche y no aguantaba ni a mi marido, ni a la virgen María que esa noche traería al mundo al mesías, ese que, según mi maravillosa (léase con retintín) suegra, había venido a salvarnos de nuestros pecados. Y yo me pregunto, ¿no podría haber venido a salvarnos de las suegras malvadas y brujas?

¡Uy, mira, si parece que estoy contando uno de esos cuentos de Disney! 

Ya me gustaría a mí haber encontrado uno de esos príncipes guapos, altos y cachas que te llevan en brazos hasta la cama. No. Me había tenido que encontrar con el leñador o el cazador barriguitas, pero gracioso y que venía acompañado de la bruja malvada. Si yo lo llego a saber, ¡me caso con un enanito!

Bueno, bueno, que me voy de madre. Hoy era el día más estresante para mí de todo el año porque, como os digo, venía mi suegra y no solo la casa tenía que estar peeeerfecta, sino también la cena y todo lo que ello acompañaba. Así que, después de pegarme la paliza a limpiar la casa, mientras mi querido andaluz se iba de cañas con los amigos para celebrar la Noche Buena, yo me ponía a preparar todos los canapés, los langostinos, la tabla de ibéricos del mejor –porque menudo paladar tenía la suegra, a esa no se la podía engañar con un sucedáneo- los aperitivos previos al cordero, el pobre animalito para meterlo en el horno y el postre. A eso había que añadir sacar la mejor vajilla y cubertería que tenía para ponerle la mesa a la reina de España.

Como habréis adivinado no paraba en todo el día ni en toda la noche porque después de dejarlo todo preparado, en cuanto entraban en casa los invitados, mi papel de limpiadora-cocinera pasaba a ser de sirvienta y apenas me sentaba en la mesa a picotear algo porque tenía que estar pendiente de que el cordero no se me pasase. Después de que todos cenaran bien tranquilos y tuvieran la barriga a reventar, no como yo que iba picoteando las sobras del hambre que aún me acechaba, tocaba recoger esos platos y colocar los de postre. Pero… ¡quietos, no os molestéis en ayudarme que para eso ya está aquí la esclava! Y para rematar la noche, mientras los invitados reposaban la cena con un buen copazo, yo me dedicaba a recoger todos los platos y como a mi querido andaluz no le había dado la gana comprar un lavavajillas, porque, según él, «pa lavar tres platos al día no hase falta gastarse un pastizal , ¿no?» ¡No te jode! ¡Como nunca era él el que los lavaba… Ya podéis adivinar quién lo hacía, ¿verdad? 

Y después de haber puesto todo mi amor (aunque a veces me apetecía poner más algo de veneno en sus vasos de vino) en que la cena fuera de diez, mi querida suegra (no se le caerá una maceta en la cabeza y se vaya con su querido Dios) me daba un cinco y por pena porque, según ella, como las cenas de Noche Vieja de su Antonia (mi cuñada) no había ninguna. Señor dame paciencia o mejor manda un rayo que la fulmine.

 En fin, que después de ser agasajada con sus quejas, reproches y pullitas en Noche Buena, me tocaba ir a mesa puesta a casa de mi cuñada, pero como yo soy así, me solidarizaba con ella y allí también curraba. Mi cuñada no tenía culpa de que su madre fuera una mala perra, pero sí de no callarla cuando empezaba a desmerecer todo mi esfuerzo en pos de las flores que a ella le tiraba por su maravillosa y perfecta cena.

Así llevaba años y cada vez era menor mi aguante y menos me apetecía celebrarla con la familia de mi marido, e incluso, alguna que otra vez, me había planteado que ni siquiera la quería con él, pero luego me hacía una gracia, me reía y se me olvidaba todo. 

Hasta que llegaron los reyes de este año. Estaba emocionada porque mi Paco llevaba todas las navidades diciéndome que los reyes me iban a sorprender como nunca y yo cada día estaba más que convencida que era un viaje o algo por el estilo, ya que este año hacíamos nuestras bodas de plata. 

Llegó el día y me dio un paquete bastante grande. ¿Será una caja con los billetes y toda la información de nuestra segunda luna de miel? Pero es demasiado grande, ¿no? Quizás porque quiere alargar mi suplicio y lo ha escondido todo entre trocitos de papel para que mis manos buceen entre ellos hasta encontrarlos. El ansia me atrapó y no pude esperar más, rasgué el paquete y ahí estaba su gran sorpresa: una nueva tostadora.

Mi Paco me miraba expectante con una gran sonrisa y un brillo en los ojos convencido de que me había hecho el regalo de mi vida, deseoso de que le dijera algo. Le miré, miré al paquete, le volví a mirar, esbocé una sonrisa que él tomó como buena señal y solo me salió la siguiente retahíla.

-Quiero el divorcio. Mañana voy a un abogado para firmarlo lo antes posible. Se acabó mis navidades de mierda aguantándote a ti y a tu puñetera madre –solté la caja del tostador contra el suelo, que tronó con la clara evidencia de que me lo había cargado, le miré, le dediqué una sonrisa ladina, me di media vuelta y me marché del salón, dejando a mi futuro ex marido sin palabras. 

¡Y qué a gustito me había quedado yo!